“Momento Económico”
13 de Julio de 2017
Una palabra repetida insistentemente por Trump a lo largo de la contienda presidencial de 2016, fue “desastre”. Para él, todo lo hecho por Obama, al igual que la agenda propuesta por su rival en los comicios, Hillary Rodham, constituyeron un “desastre” que él, evidentemente, modificaría. Make America Great Again significa, dentro del país, resolver los problemas más apremiantes de la población en aspectos como el empleo, la competitividad, la educación, el sistema de salud, etcétera. En el exterior, apelaba a recuperar el liderazgo, repudiando la Doctrina Obama de seguridad, en la que éste planteaba que Estados Unidos debía ser un “socio indispensable” pero no el líder absoluto en el mundo, sino “primero entre iguales.” Para muchos republicanos, Obama claudicó ante otros países y perdió espacios que es menester recuperar, siempre y cuando los aliados de Estados Unidos cumplan con “su parte” del trato. En esa lógica también se inscriben el repudio al acuerdo de cooperación nuclear con Irán –que tantas protestas y críticas generó en Israel-, al igual que el proceso encaminado a revertir la normalización de las relaciones diplomáticas con Cuba –como parte de las promesas formuladas por Trump, en campaña, a la comunidad cubana de Miami
Trump, un paleoconservador, se propone también denunciar –o bien, renegociar- todos los tratados de libre comercio que Estados Unidos ha suscrito; imponer altos aranceles a la República Popular China (RP China); obligar a sus aliados a asumir el financiamiento de esquemas de seguridad colectiva como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), o bien los acuerdos bilaterales de seguridad, como los existentes con Japón y Corea del Sur. Es decir, la premisa es ahorrar en política exterior, comercial y de seguridad con sus aliados y socios y emplear esos recursos para la seguridad interna y la promoción del empleo y el bienestar de los estadunidenses. No se sabe qué tan exitosa pueda ser una propuesta de este tipo en un mundo tan globalizado y donde las propias empresas estadunidenses manufacturan casi toda su producción fuera del territorio de Estados Unidos. Si, por ejemplo, Estados Unidos decide gravar con altos aranceles los productos chinos, ello repercutirá decisivamente en los costos y la competitividad de las empresas del vecino país del norte que manufacturan en el país asiático. Otro tanto se puede decir de las empresas estadunidenses que operan en México al amparo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), en sectores tan estratégicos como, por ejemplo, el aeroespacial. No parece tan sencillo que Washington se pueda desdecir de compromisos comerciales que le han acarreado muchos beneficios y que podrían venirse abajo si las amenazas proteccionistas y aislacionistas de Trump se concretan.
En esta misma lógica estriba el polémico “muro”, que, independientemente de que enfrenta varios obstáculos físico-topográficos casi insalvables, de ser construido –o al menos, si se edifican las partes faltantes, dado que hay muro y doble muro en, al menos mil kilómetros de la frontera común- se buscaría que fuera facturado a México vía las remesas de sus migrantes o mediante altos aranceles a su comercio con la Unión Americana.
Lo anterior implica que, como de costumbre, la agenda México-Estados Unidos se centrará únicamente en un par de temas, muy posiblemente, migración y seguridad fronteriza –con el súper muro, ya referido-, y la renegociación del TLCAN. Asuntos tabú, seguramente, serán el endurecimiento de las medidas en EEUU para prevenir el tráfico ilícito de armas pequeñas y ligeras con destino a México; el combate al lavado de dinero; la situación ambiental en la frontera; etcétera.